Cómo se forma un narrador oral en África

Boniface Ofogo contándonos cómo se transmite la magia…

 

Boniface Ofogo
Boniface Ofogo narrando el cuento «Los Reyes de Gondar»

 

Son las ocho de la noche. Se oyen los primeros cantos de los búhos. Son cantos siniestros. En mi pueblo, situado en el corazón de Camerún, África Central, se cree que cuando cantan los búhos va a morir alguien del pueblo. Mi madre está terminando de cocinar las hojas de mandioca, base de la alimentación de la tribu de los yambasa. Mi padre ya ha regresado de la plantación de cacao, y todos los once hermanos hemos hecho las tareas del colegio. Estamos en plena estación seca, y hace casi treinta grados de temperatura. El resplandor de la luna preside todo este decorado bucólico.

Tras la copiosa cena en familia, nos disponemos a sentarnos en torno al fue­go para proceder al ritual diario de contar y escuchar cuentos. El fuego no es una forma de iluminación primigenia, puesto que la luz de la luna cumple a la perfección esta función de luminotecnia. Tampoco sirve como fuente de calefacción, ya que el clima es cálido. El fuego, desde el punto de vistaantropológico, es un elemento unificador, es el símbolo mismode la ci­vilización humana. Sirve también para mantener viva lamemoria colectiva.

Preside el ritual mi padre, el hombre más sabio de la tribu. Nunca fue a la escuela occidental. Es el que mejor habla, y el que mejor cuenta los cuentos. Todas las noches se repite este ritual. Al tratarse de un ritual ancestral, nos sentimos más unidos. Siempre son cuentos tradicionales, que forman parte del patrimonio oral común. Su origen se remonta a la noche de los tiempos. Nosotros los contamos en su versión original, sin censuras, sin mutilaciones, sin falsa hipocresía. No han pasado todavía por el filtro de la moral burguesa, ni por la censura de la moral judeocristiana. Son auténticos, como el África misma: hay crueldad cuando hace falta, los malos reciben su castigo, el malno se sale con la suya. Si hace falta, se muere.

Baobab: árbol legendario africano

La vida es así de sencilla, pero así de profunda en las aldeas africanas. Los niños aprenden lecciones fundamentales para la vida, precisamente gra­cias a esta autenticidad. Y los cuentos tradicionales son fieles reflejos de la vida, de los valores, de los sueños y de las angustias de los pueblos africanos. No caen del cielo. Están profundamente arraigados en la memoria ancestral, y los ancianos son los depositarios de esa sabiduría milenaria. Pero sobre todo, esas veladas de cuentos son una verdadera escuela donde se enseña a los niños a contar historias, a utilizar con propiedad el lenguaje oral. Se enseña la retórica, la oratoria; se enseña que la palabra es sagrada, y que es importante usarla adecuadamente.

Cambiemos de decorado: ahora es de día. El sol brilla en todo su es­plendor. En las aldeas africanas no se ven más que ancianos y niños. Todos los africanos en edad activa se han marchado al campo, a cultivar sus plan­taciones, a buscar la leña o a la cosecha. Los ancianos son los que educan a los niños. Los educan contándoles cuentos diariamente, a la sombra del árbol de la palabra. En muchas ocasiones se trata de un baobab. Esos an­cianos son los maestros, y el árbol de la palabra es una escuela en la que los niños aprenden los valores más importantes de su tribu: el respeto a los an­cianos, la importancia de compartir, lo que está bien y lo que está mal.

La inmensa mayoría de los participantes en este ritual ancestral nunca pisó una escuela occidental. Los ancianos no saben leer ni escribir. Pero son los verdaderos sabios de la tribu: saben muchos cuentos tradicionales y, sobre todo, saben contarlos bien. Ese fenómeno cultural, convertido en ritual, no es sin embargo exclusivo de las aldeas africanas, ni únicamente de los hom­bres y mujeres que conservan la tradición oral. Es la esencia misma de las sociedades hu­manas pre-industriales. Tampoco se trata de un espectáculo escénico. Es una manifestación de la vida misma, el reflejo de nuestra esencia como cul­tura eminentemente oral.

Entre los grandes maestros de la palabra destaca sobre todo la figura del griot. El griot es una reminiscencia del África más ancestral, anterior a las formas de comuni­cación moderna. Es la memoria del pueblo, su biblioteca, su conciencia. El griot es quien mejor conoce la historia de la tribu, la genealogía de cada familia, y al mismo tiempo es el cronista social y político de la aldea. Pertenece a una casta de griots. Uno no se convierte en griot de un día a otro, sino que desde su mismo nacimiento, su papá, griot él mismo, ya empieza a iniciarle en las habilidades que debe manejar. El griot es el equivalente del juglar medieval en la cultura europea.

Boniface Ofogo

Es necesario subrayar que el griot es, ante todo, un gran artista: sabe cantar, tocar va­rios instrumentos rituales, bailar, recitar poesía y epopeyas. Muchas de las genealo­gías de los difuntos se hacen en forma de canto de alabanza. A pesar del avance galo­pante de la civilización occidental, esa figura se conserva en gran parte de las nacio­nes africanas.

En esas aldeas, que se convierten en cuna del movimiento cultural más genuinamente africano, aún no ha llegado la modernidad. El setenta y cinco por ciento de la población africana vive en zonas rurales. Todas las lenguas nativas se conservan. No existe la electricidad, ni tampoco televi­sión, Internet, etc. Por eso la tradición oral es la única manera de comunicar­se entre las diferentes generaciones que forman la tribu. El vínculo con los ancestros se establece únicamente por medio de la palabra oral, de las leyendas, fábulas y mi­tos contados de viva voz, en torno al fuego o a la sombra del árbol de la palabra. Por eso el pronóstico respecto a la pervivencia de esta realidad es muy optimista.

 

Visto en Revista Latitud de elheraldo.co (Colombia)
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«Yo sí creo en las hadas: el encanto sin fin de los clásicos infantiles»

Interesante artículo de Marcela Ayora publicado en el periódico «La Nación» (16 de agosto de 2015)

 

Los chicos del siglo XVIII y los que juegan a la PlayStation tienen algo en común: la fascinación por Caperucita Roja o los cuentos de Grimm; claves de una literatura al margen del tiempo

Por Marcela Ayora | LA NACION

El cuento de hadas es un clásico. Entra a la vida del lector en los días de la primera infancia. Es la forma de relato que nació entre chamanes, magos, al pie del fogón de los hechiceros de cada pueblo. Fue viajero, en sus comienzos giró de boca en boca. Atravesó el paso del tiempo, las modas. La imprenta fue el primer formato tecnológico que permitió preservarlos en las distintas lenguas. Llegó de pie y bien nutrido hasta estos días de iPods y tablets. Frente a la carrera de conseguirlo todo a sólo un touch de pantalla, el cuento de hadas condensa el misterio narrativo que atrapa como pocos la atención de los chicos. Reúne en un amisma narración aspectos tenebrosos, mórbidos. Tan lúdico como sabio, logra que cada generación siga invocándolo, lo pida y lo desee.

¿Qué tiene entonces el cuento de hadas que apenas alguien pronuncia el «Había una vez…» los corazones empiezan a galopar al ritmo de esa historia que se inicia? ¿Qué tan distintos son frente a esos villanos los niños del siglo XVIII de los que meriendan, juegan a la Play Station y ven frente la TV cómo la cámara muestra la superficie de Plutón? ¿Por qué motivos es un relato escuchado, leido y pedido desde siempre?

En tanto producción humana, mantiene vivo el impulso capaz de enfrentarse a los miedos más primitivos. Acaso el cuento conserve en su ADN algo de aquella primera magia fundadora: el encantamiento. El tiempo se detiene y el lector, encantado, no se mueve, se queda ahí, a la espera de que a La Bella Durmiente la despierte el elegido de su corazón, que Caperucita Roja se cruce al lobo, que la chica de Barba Azul se anime a abrir la puerta. En las historias en las que entra a escena lo maravilloso, cualquier cosa puede suceder. Acá no iría eso de que el asesino es el mayordomo, pero se sabe, porque se cumple más de tres veces, que el encantado siempre es el lector.

La Bella Durmiente, Rapunzel, Cenicienta, por nombrar algunos pocos, no tuvieron, en el principio, la estructura con la que hoy los conocemos, como tampoco la manera de ser nombrados. En su libro El irresistible cuento de hadas, Jack Zipes analiza la evolución del cuento maravilloso desde las diferentes culturas. Confirma que D’Aulnoy usó el término por primera vez en 1697, en el libro que llamó Les contes de fées, cuentos sobre hadas. Zipes revisa las narraciones de Perrault, de los hermanos Grimm y Hans Christian Andersen. En todos, el cuento de hadas le pide al lector que crea en lo sobrenatural, en la posibilidad de que cualquier cosa pueda ocurrir.

Marcela Carranza es licenciada en Letras y máster en libros y literatura para niños por la Universidad Autónoma de Barcelona, y cocoordina la biblioteca infantil y juvenil Juanito Laguna. Para Carranza, «a los niños aún les está permitido transitar de la fantasía a la realidad sin resquemores. Los niños, a diferencia de la mayoría de los adultos, saben que «todo puede suceder». Lo saben porque los niños juegan, y el juego es el lugar de la libertad, el lugar de la ensoñación sin límites. En el juego, como en los cuentos, caben todas las posibilidades. Por eso sólo los niños pueden viajar con Peter Pan al País del Nunca Jamás, un mundo donde todo es posible, incluso volar».

Esa zona de permiso es el antepasado de lo que después el psicoanálisis retomaría como la importancia del desear. Permitirse ir hasta el sueño más imposible, porque se puede cumplir. Soñar es también con el temor. El escritor Guillermo Saavedra, autor también de varios volúmenes de cuentos para chicos, en el ensayo Grandeza y eficacia en los cuentos clásicos, preparado para el Proyecto de Lectura para Primer Ciclo, elaborado por el área de Literatura Infantil y Juvenil de Editorial Santillana, se detuvo en la importancia del relato sin filtros: «Lejos de ser el motivo de la violencia del mundo, los cuentos tradicionales constituyen una mediación simbólica con esa violencia, permitiendo a los niños asimilarla y digerirla en su imaginación antes que experimentarla en la realidad de sus vidas. Son una vacuna o una dosis homeopática que, inoculada en su dosis adecuada, genera anticuerpos contra esos males».

Lo atroz, lejos de asustar a los niños, los retiene al pie de la historia. Hansel y Gretel están por ser comidos por la bruja del bosque; Barba Azul es un cuento superpoblado de femicidios; Caperucita Roja, una historia de rebeldía que la lleva a la boca del lobo. En esto de dejar que la historia se cuente sin diluirla, el escritor Pablo De Santis, autor de El último espía, El inventor de juegos, entre otros libros de literatura juvenil, considera lo siguiente: «Es bueno enseñarles cosas a los niños, pero creo que para hacerlo hay que dejar de lado la ficción. La ficción es el terreno de la duda, no la hora de la lección. No sé si es bueno o no que los cuentos tengan moraleja, pero lo que seguramente es malo es que la moraleja aparezca antes que el cuento. Porque cuando eso ocurre, la ficción misma aparece simplemente como la débil ilustración de una idea».

UNA FAMILIARIDAD LITERARIA

Aun frente a posibles momentos crudos, el niño pide siempre seguir ahí, quizás intuye que más allá del miedo, el protagonista podrá sortear eso a lo que se enfrenta.

Ana Guillot, autora de Buscando el final feliz, recorre aquello que Vladimir Propp trabajó sobre los cuentos. Propp encontró varios elementos en común. Definió 31 puntos para acercarse al porqué de las estructuras. Guillot cruzó puntos con textos: «Alejamiento [uno de los miembros de la familia se aleja de la casa] (…); información [el agresor recibe información] «Señora Reina, tú eres como una estrella, pero Blancanieves es mil veces más bella» (?); fechoría [el agresor daña a unos de los miembros de la familia o le causa perjuicios]: «Llévate a la niña al bosque; no quiero tenerla más tiempo ante mis ojos. La matarás, y en prueba de haber cumplido mi orden, me traerás sus pulmones y su hígado» (?); boda [el héroe se casa y asciende al trono]». Este análisis revela la vuelta del orillo, de cuánto hay detrás de cada una de las historias que parecieran sonar simples. «En los cuentos populares, como Caperucita Roja o La Cenicienta -destaca De Santis-, los cuentos aparecen pulidos por generaciones, que despojan el texto de lo innecesario y refuerzan aquello que es más vívido. Eso hace que sean cuentos muy fáciles de recordar, porque presentan una sucesión de escenas imborrables: la calabaza convertida en carroza, el reloj que da las doce, el zapatito de cristal.»

Si bien en estas historias las heroínas pincelan la silueta de los estereotipos: la sumisa, la hacendosa, y otros personajes parecidos, entregan al cuento pura pulsión de vida a la hora de fortalecerse en el duelar. Cenicienta es huérfana, pierde a la madre, al padre, su casa, su mundo frente al avance ambicioso de la madrastra.

Sí, después la puede un zapato de cristal, pero quién podría decirle algo, si al menos por un segundo no se pusiera en sus zapatos, los de antes, los que usó para atravesar todos los duelos.

En eso, los cuentos de hadas nutren y fortalecen el amor a las historias como fuente de comprensión y placer por la ficción. Y seguirán contándose, porque el deseo humano es misterioso. Antes, ahora, siempre.

EN SU DÍA, TRES LECTORES Y SUS PREFERIDOS

Rocío Till (7 años) «La Cenicienta»

«Me gusta el baile porque me imagino cómo es todo el castillo. Me gustaría vivir en un castillo. Pero no me casaría con un príncipe ni con nadie. Me gustaría que apareciera un hada, pero no para transformarme: me gustaría que me haga volar»

Lisandro Castagnini (6 años) «Los músicos de Bremen»

«Lo bueno de este cuento es que los cuatro animales hacen música para asustar a los ladrones. Mi preferido es el burro, que es el que dijo que los ladrones estaban sentados listos para comer»

Abril Pasik (9 años) «Caperucita roja»

De «Caperucita» quise la versión completa. Lo que más me gusta es que vive en el bosque y tiene que cruzarlo para ir hasta la casa de la abuela».

 

Publicado en:
Diario LA NACIÓN (arg)

Visto en:
AEDA Narración Oral

 

Viajar a un lugar muy, muy lejano

Para crear estas imágenes, los tres ilustradores viajaron a ese reino lejano que nos habita. Si te tomas un rato y las observas, seguro que también te vas de viaje.

¿Con qué conectas?
¿Te mueven algo?
¿Tienes tiempo para entrar en eso que te mueven?
¿Te traen recuerdos: del pasado, del futuro, de un tiempo sin tiempo…?

¿Qué cuento te cuentan? ¿Uno antiguo? ¿Uno que está por escribirse…?

Había una vez…

John Bauer
John Bauer
Arthur Rackham
Arthur Rackham
Theodor Kittelsen
Theodor Kittelsen