-En aquel entonces pude haber tomado una decisión que no tomé. Me faltó valentía y me quedé aquí. Tendría que haberme ido, pero no me fui -me dijo, y se quedó en silencio. Después, me preguntó:
-¿Por qué no armas otro porro?
-Abuela esta marihuana está muy fuerte; mejor lo dejamos así.
-¡Qué más da!
-No te voy a armar otro. El que acabamos de fumar me está dando taquicardia: si te llegara a pasar algo no me lo perdonaría nunca; además, mamá me mataría.
-Bueno, si no vas armar ninguno, abre un vino y corta otro trozo de esa tarta tan buena que trajiste. Tengo un hambre canina.
Me levanté, abrí el armario y elegí un buen vino. Aunque soy enóloga nunca dejo de asombrarme ante los caldos que encuentro en esta casa; corté pastel y llevé todo a la mesa. Descorché la botella, serví una copa, se la dí a catar a mi abuelita y esperé su consentimiento. Brindamos y comimos en silencio durante un rato.
-Abuela ¿y a dónde te habrías ido?
-A otro bosque, sin duda, lejos de los cazadores.
-Pero aquí ya vives lejos de ellos.
-No lo suficiente.
-¿Y qué habrías hecho?
Bebió un sorbo y miró a través de la ventana. Caía la tarde. Pensativa, voló lejos. Volvió con una sonrisa y clavó en mí su mirada. Qué ojos tan grandes tiene, pensé. Entonces comenzó carcajearse con dulzura de niña traviesa. Me contagié y nos reimos juntas durante muchos minutos, media hora o una hora entera tal vez. No sé si fueron dos. Al final estábamos cansadas.
-Abuela ¿qué habrías hecho?
-Muchas cosas, te lo aseguro.
-¿Como qué?
-Hay cosas que es mejor que las nietas no sepan.
-Entiendo -dije-. Y recordé lo que la bruja Baba Yaga le dijo a Basilisa la Bella: cuanto más preguntes, antes llegarás a vieja. Así que me guardé las preguntas y seguimos comiendo pastel.
Afuera la noche escondía lobos.