En el inicio de mi andadura como terapeuta mi silencio tenía ruido. Me exigía tener, siempre, las respuestas adecuadas. Y desde esta exigencia escuchaba a quien venía a visitarse conmigo.
Hace mucho tiempo llegó, acompañada por un pariente, una mujer sumida en una tristeza profunda. Apenas podía moverse: tal era su dolor interior. Cuando estuvimos a solas quise hacerle preguntas pero ella solo lloraba. Le pedí que se acostara en la camilla, la fui testando y siguiendo el testaje trabajé con ella sin palabras, sintiendo su fragilidad y mi inseguridad.
Aunque yo quería hacer las cosas bien, en esa ocasión apenas sabía cómo. Solo podía confiar en mi escucha, en el test, y en “algo más” que hasta entonces no había tenido en cuenta en ninguna de mis sesiones.
En algún momento me rendí a ese “algo”, solté, dejé todas las expectativas de lado, y continué mi trabajo concentrada en el silencio.
La mujer se fue sin ningún cambio aparente. Volvió pocos días después: me contó que la sesión le había cambiado el estado de ánimo, que se sentía mucho mejor, que estaba muy asombrada.
Cuando reflexiono acerca de este encuentro descubro que, seguramente, fue la primera vez que en consulta dejé espacio para que pudiera manifestarse ese misterio que nos guía y nos rodea (y que para mí es Dios).
Con la práctica he ido aprendiendo que ese espacio es sagrado y es necesario que exista entre la persona que viene a visitarse y yo. O que exista en mí.
Es un espacio fértil, inspirado, espiritual y concreto. Forma parte del silencio de la escucha y de lo que se manifiesta a partir de ello. Tiene raíz y tierra. Está arraigado en el estudio, la experiencia, y la fe.
Es un lugar sencillo porque las cosas que tienen que ver con los caminos del alma se manifiestan con sencillez y nos hacen valorar la belleza que somos y que nos rodea.
Imágenes:
fotos tomadas por mí, excepto una —mencionada en el pie— de @arin0vic
¡Salud y Cuentos de Hadas!