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Los primeros signos de la decadencia, a veces, parecen imperceptibles. Sin embargo, se notan. De una manera sutil, leve, casi al pasar, como si de un parpadeo se tratara. Pero están.
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Las primeras señales de la decadencia marcan el inicio del cambio en una historia: a veces porque algo tiene que crecer; otras, porque algo tiene que terminar. Poder discernir, notar la diferencia entre estos dos hechos (crecer y terminar), requiere presencia, energía, y claridad.
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La presencia es un requisito sine qua non. Significa estar, ver, sentir, percibir. En presencia, ante un primer signo de decadencia puedo, por ejemplo, hacer una anotación íntima en un cuaderno del alma, y escribir: hoy, cuatro de agosto de 2022, he visto un leve signo de decadencia en tal o cual cosa. Lo tengo en cuenta. No lo pasaré por alto.
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Si estamos en presencia, seguramente, es porque tenemos energía a nuestra disposición, y si la tenemos, nos sentimos, y estamos, claros. Todo esto tiene que ver con un principio de impecabilidad.
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Tal vez en un primer momento, la sutil señal de decadencia captada, se puede tomar con cierta calma, para seguir observando y observándonos, y así llegar a actuar de la manera más sobria posible.
Para cerrarle la puerta al mal; para abrirle un nuevo territorio al bien.
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Las señales primeras de la decadencia pueden aparecer en toda esfera humana: en una relación; en las paredes que comienzan a enmohecerse; en esos rincones donde permito, por pereza, la acumulación de polvo y cosas viejas; en ciertos hechos de mi trabajo; en mi cuerpo, por no escucharlo; en un pequeño cambio, en apariencia inocente, de mis valores más preciados; en la cultura en la que vivo; en la sociedad de la que formo parte.
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En ese cuento que nos contamos acerca de nosotros mismos, las primeras señales de la decadencia pueden pasar desapercibidas y, para cuando nos empezamos a percatar de su presencia, ya se han acumulado una gran cantidad de ellas.
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A veces estamos semidormidos (o dormidos del todo), hechizados, hipnotizados, y no somos conscientes del avance del mal hasta que se hace tarde. O demasiado tarde. Sencillamente permitimos que suceda: el mal va ganando nuestro espacio interno y lo distorsiona todo.
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Sin embargo creo que siempre hay una redención, la posibilidad de acabar con el mal, y volver a ese estado de salud, de integridad, de honestidad, que es el bien.
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Hace falta valor, y disciplina interior, cuando comenzamos a percibir esos primeros signos en algo que amamos, o que nos importa mucho. Parece ser que la tendencia es pasar por alto los claros mensajes de la decadencia.
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Hacemos esto por miedo a perder eso que amamos; o a tomar responsabilidad, o decisiones para poner remedio a la insania que hemos creado (con otro, u otros, o solos).
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Y sin embargo, qué descanso para el alma cuando ponemos orden en lo desordenado. Qué gran libertad cuando detenemos ese avance del mal y comenzamos a enmendar para que resurja el bien.
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Una libertad que implica un sacrificio y que también trae una alegría: la de haber hecho lo correcto para uno mismo y para todos, sin traicionarse, aunque duela, o nos lleve a la cárcel, o nos exponga al oprobio.
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Resarcirse. Resarcir.
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Aprender a darle lugar al cambio y a la transformación que lleva a la belleza de lo que “Es”. Que nos aleja de todo aquello que “invierte los genuinos valores humanos” y que nos reduce a un continuum de esclavitud y miedo.
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Ante los primeros signos de la decadencia, ser impecables y actuar en consecuencia.