En Uruguay hay grandes escritores con universos interiores poderosos y extraños. Leerlos es una osadía, una determinación y a veces, una iniciación. La literatura (y la cultura) de allí, comencé a apreciarla viviendo en Catalunya; fue entonces que descubrí cuál era la tierra que me sustentaba, dónde estaba echada mi raíz y mi identidad.
Levrero es Levrero, es escritor y es uruguayo. A él lo conocí, desde el corazón, antes de irme, a través de una novela (“La ciudad”) y de los guiones de unos cómics que publicaba (o que yo leía) en la revista “Fierro” y que me hacían reír mucho. Aunque en realidad lo empecé a descubrir después de su muerte. Fue un impacto para mi vida, un encuentro más profundo con el arte, una comprensión distinta de la escritura que abrió ventanas mostrándome lugares oscuros de mi alma y desplegó una parte de mí que estaba enrollada. Lamenté profundamente que estuviera muerto ya que sentía la necesidad de verlo, escucharlo, saberlo en esta realidad. Quién sabe por qué. Afortunadamente su obra, tan humana y espiritual, queda aquí, acompañándonos.
Una vez un hombre me preguntó: “Si te fueras a una isla desierta, ¿qué libro te llevarías?” “La novela luminosa” -le contesté sin vacilar. Más tarde me asombré de esta pronta respuesta. Y es que en una isla solitaria, con un solo libro de Levrero, mi alma estaría alimentada por años.
Aquí en España están reeditando sus libros, lo cual es una gran suerte. Hace poco leí un volúmen que reunía dos novelas cortas suyas: “Fauna” y “Desplazamientos”. Magistrales. “Desplazamientos” me creó, durante su lectura, un punto de aprensión y sufrimiento. Me dolía leerla, me tocaba la sombra y sin embargo…¿cómo sustraerme a la perfección de su escritura, a la desnudez sin ambigüedades de su humanidad?
Levrero, a veces, me duele por su sinceridad. Al final de ese dolor siempre descubro luz, algo que me eleva, que desprograma mentiras estúpidas de mi personalidad y me pone frente a mí misma. Me da raíz e identidad. Y muchas otras cosas íntimas que aquí no voy a contar.
El otro día mi hija me preguntó cómo había que hacer para escribir una poesía, y entonces le improvisé un reglamento de diez pasos fundamentales. Le dije: «Nina, escuchá muy bien este decálogo para ser poeta». Si tienen hijos, nietos o sobrinos en la edad de la inocencia, pueden arrimarlos al monitor.
I.
Hay que empezar por el principio: cada oración de una poesía se llama «verso». Después de cada verso bajá un renglón. Un grupo de cuatro versos se llama «estrofa». Después de cada estrofa bajá dos renglones y suspirá como si te doliera la panza, o como si hubieras comido huevo frito de noche.
II.
Para escribir una poesía nunca tengas el pelo demasiado limpio. Si hoy te bañaste, sentate a escribir mañana. No escribas una poesía después de ducharte porque te va a salir un cuento o un dibujo o un formulario de responsable no inscripto de la AFIP.
III.
Prestále atención a las sílabas, pero no a las sílabas que te enseñan en el colegio. En las poesías las vocales tienen un imán. En la frase «pasa el tren» no separes «pa-sa-el-tren». Separá «pa-sael-tren». Y ojo: cuando una vocal tiene acento pierde el imán. Por ejemplo, «ha-bí-au-na-vez».
IV.
Con los zapatos puestos te puede salir una poesía más o menos. Si llevás solamente medias, o si tenés puestas pantuflas, te puede salir una poesía muy buena. Si estás descalza te sale una poesía excelente. Pero si estás en patas sobre el pasto te va a salir la mejor poesía del mundo.
V.
La poesía más fácil de inventar tiene ocho sílabas por cada verso. Por ejemplo: «Es-ta-ba-la-Ca-ta-li-na». Pero si la última palabra es aguda tiene que tener siete sílabas, no ocho, por ejemplo: «sen-ta-da-ba-joun-lau-rel». Si te acordás de esto, ya casi casi sos poeta.
VI.
Las poesías se escriben en papeles sin renglones, con lápiz negro y con la goma de borrar a la derecha. Nunca escribas poesía en hojas cuadriculadas, ni con birome, ni mucho menos en la computadora. Al que escribe poesía en la computadora dios lo castiga, y en vez de una poesía le sale una canción de Miranda.
VII.
Una poesía es más recordable si el primer verso rima con el tercero, y el segundo rima con el cuarto. Para que dos versos rimen, tienen que ser parecidos en la penúltima sílaba, y tienen que ser igualitos en la sílaba final. Por ejemplo: «pe-lo-ta» y «ri-co-ta» riman. Pero en cambio «pe-lo-ta» y «biz-co-chue-lo» no riman.
VIII.
Un verdadero poeta se la pasa cazando frases de ocho sílabas en cualquier conversación. Si tu mamá te dice «¡Cuando te agarre te mato!» vos respondéle: «Muy bien, madre, has hecho un verso de ocho sílabas poéticas». Después salí corriendo antes de que te alcance.
IX.
Las poesías no tienen un largo determinado. Pueden tener una sola estrofa, o tres estrofas, o cincuenta estrofas, o las que vos quieras. Te das cuenta que llegaste al final de una poesía cuando escribís el último verso de una estrofa y sentís que te duele la panza en serio, que estás en patas de verdad, y que tenés el pelo más sucio que antes.
X.
Último consejo: no empieces a escribir poesía si todavía nunca abriste los ojos abajo del agua, si nunca gritaste abajo del agua con los ojos abiertos. Tampoco empieces a escribir poesía si nunca te quemaste un dedo, lo pusiste abajo de la canilla de agua y dijiste: «¡Ahhh! Esto es mejor que no haberse quemado nunca».
Boniface Ofogo contándonos cómo se transmite la magia…
Son las ocho de la noche. Se oyen los primeros cantos de los búhos. Son cantos siniestros. En mi pueblo, situado en el corazón de Camerún, África Central, se cree que cuando cantan los búhos va a morir alguien del pueblo. Mi madre está terminando de cocinar las hojas de mandioca, base de la alimentación de la tribu de los yambasa. Mi padre ya ha regresado de la plantación de cacao, y todos los once hermanos hemos hecho las tareas del colegio. Estamos en plena estación seca, y hace casi treinta grados de temperatura. El resplandor de la luna preside todo este decorado bucólico.
Tras la copiosa cena en familia, nos disponemos a sentarnos en torno al fuego para proceder al ritual diario de contar y escuchar cuentos. El fuego no es una forma de iluminación primigenia, puesto que la luz de la luna cumple a la perfección esta función de luminotecnia. Tampoco sirve como fuente de calefacción, ya que el clima es cálido. El fuego, desde el punto de vistaantropológico, es un elemento unificador, es el símbolo mismode la civilización humana. Sirve también para mantener viva lamemoria colectiva.
Preside el ritual mi padre, el hombre más sabio de la tribu. Nunca fue a la escuela occidental. Es el que mejor habla, y el que mejor cuenta los cuentos. Todas las noches se repite este ritual. Al tratarse de un ritual ancestral, nos sentimos más unidos. Siempre son cuentos tradicionales, que forman parte del patrimonio oral común. Su origen se remonta a la noche de los tiempos. Nosotros los contamos en su versión original, sin censuras, sin mutilaciones, sin falsa hipocresía. No han pasado todavía por el filtro de la moral burguesa, ni por la censura de la moral judeocristiana. Son auténticos, como el África misma: hay crueldad cuando hace falta, los malos reciben su castigo, el malno se sale con la suya. Si hace falta, se muere.
La vida es así de sencilla, pero así de profunda en las aldeas africanas. Los niños aprenden lecciones fundamentales para la vida, precisamente gracias a esta autenticidad. Y los cuentos tradicionales son fieles reflejos de la vida, de los valores, de los sueños y de las angustias de los pueblos africanos. No caen del cielo. Están profundamente arraigados en la memoria ancestral, y los ancianos son los depositarios de esa sabiduría milenaria. Pero sobre todo, esas veladas de cuentos son una verdadera escuela donde se enseña a los niños a contar historias, a utilizar con propiedad el lenguaje oral. Se enseña la retórica, la oratoria; se enseña que la palabra es sagrada, y que es importante usarla adecuadamente.
Cambiemos de decorado: ahora es de día. El sol brilla en todo su esplendor. En las aldeas africanas no se ven más que ancianos y niños. Todos los africanos en edad activa se han marchado al campo, a cultivar sus plantaciones, a buscar la leña o a la cosecha. Los ancianos son los que educan a los niños. Los educan contándoles cuentos diariamente, a la sombra del árbol de la palabra. En muchas ocasiones se trata de un baobab. Esos ancianos son los maestros, y el árbol de la palabra es una escuela en la que los niños aprenden los valores más importantes de su tribu: el respeto a los ancianos, la importancia de compartir, lo que está bien y lo que está mal.
La inmensa mayoría de los participantes en este ritual ancestral nunca pisó una escuela occidental. Los ancianos no saben leer ni escribir. Pero son los verdaderos sabios de la tribu: saben muchos cuentos tradicionales y, sobre todo, saben contarlos bien. Ese fenómeno cultural, convertido en ritual, no es sin embargo exclusivo de las aldeas africanas, ni únicamente de los hombres y mujeres que conservan la tradición oral. Es la esencia misma de las sociedades humanas pre-industriales. Tampoco se trata de un espectáculo escénico. Es una manifestación de la vida misma, el reflejo de nuestra esencia como cultura eminentemente oral.
Entre los grandes maestros de la palabra destaca sobre todo la figura del griot. El griot es una reminiscencia del África más ancestral, anterior a las formas de comunicación moderna. Es la memoria del pueblo, su biblioteca, su conciencia. El griot es quien mejor conoce la historia de la tribu, la genealogía de cada familia, y al mismo tiempo es el cronista social y político de la aldea. Pertenece a una casta de griots. Uno no se convierte en griot de un día a otro, sino que desde su mismo nacimiento, su papá, griot él mismo, ya empieza a iniciarle en las habilidades que debe manejar. El griot es el equivalente del juglar medieval en la cultura europea.
Es necesario subrayar que el griot es, ante todo, un gran artista: sabe cantar, tocar varios instrumentos rituales, bailar, recitar poesía y epopeyas. Muchas de las genealogías de los difuntos se hacen en forma de canto de alabanza. A pesar del avance galopante de la civilización occidental, esa figura se conserva en gran parte de las naciones africanas.
En esas aldeas, que se convierten en cuna del movimiento cultural más genuinamente africano, aún no ha llegado la modernidad. El setenta y cinco por ciento de la población africana vive en zonas rurales. Todas las lenguas nativas se conservan. No existe la electricidad, ni tampoco televisión, Internet, etc. Por eso la tradición oral es la única manera de comunicarse entre las diferentes generaciones que forman la tribu. El vínculo con los ancestros se establece únicamente por medio de la palabra oral, de las leyendas, fábulas y mitos contados de viva voz, en torno al fuego o a la sombra del árbol de la palabra. Por eso el pronóstico respecto a la pervivencia de esta realidad es muy optimista.