«Tintalapiz», pastel de zanahoria, café, mesa de madera, Orwell, «1984» guardado en mi mochila, móvil, Orwell, Orwell, Orwell…
Azúcar, moreno y blanco; servilletas de papel; ventana a una calle, gran ventana. Gente. Viene y va un mar de gente.
No hay cuentos en el horizonte
No hay cuentos en el
No hay cuentos en
No hay cuentos
No hay
No
Bebo el café solo, sin azúcar. Suena música, y es música de verdad: tal vez por eso me gusta este lugar. Por eso, y por la tarta de zanahoria. Y porque puedo escribir, y porque recuerdo que una vez el tiempo saltó aquí mismo, y yo estaba aquí y en otro lugar, y todo era lo mismo.
Se desmigaja la tarta de zanahoria.
El Lobo Feroz llegó en sueños. Abrió sus fauces y me mostró el interior de su garganta. Metí mi cabeza, con la caperuza roja, dentro de esa gran cavidad. Una espina pinchaba en el paladar del animal una nota para mí. Le saqué la espina, leí la breve carta: «Por favor, despierta tu recuerdo».
A través del tiempo la abuelita me mandaba mensajes cada vez más sencillos, cada vez más secretos, más escondidos.
Miré al lobo: una lágrima discreta caía desde su ojo derecho -¿o era el izquierdo?
Estaba agradecido. Nos abrazamos. Recuerdo que él tosió emocionado. Nos dimos la mano y caminamos en silencio un buen trecho.
Fuimos al bar del bosque. El Cazador se jubiló hace tiempo y abrió este tugurio donde aún suena música, la palabra es libre, y la poesía sigue viva.
Las primeras gotas de lluvia.
El mar de gente en la calle.
Me vienen los cuentos y aquí puedo escribir, pensar,
hasta existir. Un poco, aunque sea.
No sé porqué algo me invita a salir…
Parece que me espera una librería.